viernes, 30 de enero de 2015

"Cambios", de Mo Yan


Ya tenía yo ganas de que el mercado editorial español por fin lanzara una obra de Mo Yan a un precio asequible. Han sido los de Austral en edición de bolsillo (previamente la publicó Seix Barral a 20 eurazos), porque los de Kailas, la editorial que habitualmente publica los trabajos del Premio Nobel 2012 en nuestro idioma, se pasan unos cuantos pueblos con el importe de los ejemplares, hasta el punto de que al lector que aún no se ha iniciado en el arte literario de Mo Yan le pueden llegar a surgir serias dudas sobre si de verdad merecerá la pena hacer tan oneroso esfuerzo económico para, a cambio, intentar descubrir la obra de un autor que a lo mejor luego resulta que no logra dejarle, cuando menos, mediamente satisfecho.

Lo ideal sería iniciarse a Mo Yan leyendo su Sorgo rojo, la novela que le catapultó a la fama a mediados de los años ochenta y que le permitió obtener prestigio internacional, en parte gracias a la talentosa adaptación cinematográfica que hizo Zhang Yimou en 1987 y que para mi gusto sigue siendo la mejor película china de todos los tiempos: aquella fotografía tan poderosa en sus gamas cromáticas y su luz, y aquella Gong Li tan primitiva y joven pero ya tan sugerente a todos los niveles, ocupan una parte trascendental de mi educación emocional y sentimental. Pero, claro, si en España un ejemplar de Sorgo rojo sigue valiendo lo que sigue valiendo, pues casi mejor es que los no iniciados no arriesguen y en su lugar prueben con las 127 paginitas de Cambios (2010), una de las más recientes obras de Mo Yan, y que se puede leer en clave de novela corta o en clave de autobiografía, pues eso es ni más ni menos lo que tenemos entre manos: un brillante ejemplo de economía verbal, de cómo se puede contar con maestría en solo un centenar de páginas lo más destacado en la vida de una persona y de todo un país a lo largo de cuatro décadas, las que van de 1969 a 2010, cruciales en el devenir vital de Mo Yan y de toda China.

Cambios. No solo es escueto el contenido del libro, sino que el título también lo es, pero es que así, en una sola palabra, se dice todo sin necesidad de recurrir a mayores ornamentos lingüísticos. Y a través de su propia vida, en constante metamorfosis de aspiraciones y profesiones, aunque siempre con la literatura como uno de sus principales intereses, Mo Yan nos va ofreciendo, en pequeñas dosis, fugaces instantáneas que nos permiten percibir los brutales y radicales cambios que ha ido experimentando China desde los años setenta. No se recrea en los hechos históricos; simplemente los sobrevuela, incluso los que a ojos occidentales deberían merecer varias páginas; por ejemplo, sobre ese acontecimiento de 1988 que a la prensa occidental obsesiona hasta el delirio y que los medios españoles suelen presentar como “la matanza de Tiannanmen”, Mo Yan pasa fugazmente: “Pero no tardó en estallar el movimiento estudiantil, la situación fue cobrando una tensión creciente y mucha gente dejó de tener ganas de ir a clase”. Y punto. Alguien pensará que esa levedad casi frívola en el tratamiento de ese hecho histórico responde a la censura, a la intención de silenciar y ocultar lo que en Tiannanmen sucedió. Yo prefiero creer que a Mo Yan no le inspiran tanto esos grandes acontecimientos y sí el pulso cotidiano que sabe tomar a todos esos modestos personajes que se cruzaron por su vida, y que funcionan en la novela como verdaderos motores de la historia con minúsculas y de la Historia con mayúsculas. No obstante, la transformación de China y su presunta modernización no se contempla de un modo triunfalista, lo que resulta atípico tanto dentro como fuera de China. Tendemos a creer que en la China de hoy se atan los perros con longaniza, que el desarrollo alcanza a todo el mundo, que en ese país se vive bajo la normalidad, y lo que Mo Yan deja entrever es una China que, pese a la obvia mejoría del país en contraste con la precariedad y falta de libertad en que vivía bajo Mao Zedong, ha mantenido, si no incrementado, sus hábitos sociales menos saludables, tales como la deshonestidad, el enchufismo y el abuso de poder.

En definitiva, un trabajo donde se dan cita el humor, el sarcasmo, la confidencialidad, la sinceridad y la lección de que el proceso de cambio tiene su cara y su cruz. Y la satisfacción del lector, que se siente un ser privilegiado al recorrer espacios y etapas de China de la mano de un guía sólidamente acreditado para ejercer de tal.

viernes, 23 de enero de 2015

"El arte de la guerra", de Sun Tzu


Conozco esta obra desde que era adolescente e iba al instituto. Al menos en Madrid, que era donde yo vivía en aquellos años ochenta, rara era la biblioteca popular donde no hubiera como poco un ejemplar de este título. Pese a todo, nunca me llamó la atención. Este libro jamás se encontró en mi lista de textos pendientes de ser leídos. La verdad sea dicha, un libro de hace 2.600 años, en el que un general chino muy taimado y curtido en mil batallas se dedicaba a contarnos sus truquillos para superar al enemigo, no entraba dentro de mis planes de lectura, más que nada porque lo castrense no hacía maridaje (os robo la palabreja, Ferran Adrià y compañía) con mis aspiraciones vitales: lo de tener que cuadrarme no me cuadraba.

Lo que tampoco cabía en mi imaginación por aquel entonces es que los consejos del general Sun Tzu podían llegar a ofrecer innumerables lecturas y aplicaciones paralelas 26 siglos después de su época. Tuvo que ser un autor de nuestro tiempo, mi apreciado Lorenzo Silva, quien me demostrara en La estrategia del agua, una de sus más logradas novelas negras protagonizadas por el tándem picoleto Bevilacqua-Chamorro, que en El arte de la guerra había mucha más cera que la que aparentemente ardía bajo tan escueto título. Por aquel entonces, al leer la novela de Silva, yo ya sabía que incluso muchos ejecutivos occidentales contemplaban la obra de Sun Tzu como una sustanciosa fuente de técnicas para triunfar en los mercados y derrotar o anular a sus “enemigos” del campo empresarial, aunque no me fiaba demasiado de esta fervorosa devoción por Sun Tzu en el universo “yupi”, porque todos sabemos que a la tribu de los engominados (o lo que ahora esté de moda en materia de peluquería VIP, que en ese sentido yo me quedé en la era de Mario Conde, ex presidente de Banesto y actual presidiario) que mueven los hilos de las grandes firmas les suele dar por las más insospechadas aficiones, muchas veces por pura frivolidad y esnobismo, sin ninguna razón en concreto y mostrándose altamente veleidosos en sus inclinaciones, de tal modo que hoy pueden declararse devotos lectores de El arte de la guerra del mismo modo que mañana podrían mostrarse acérrimos defensores de la meditación zen, o del vuelo sin motor, o de las sagas islandesas, o del coleccionismo de mariposas, o del cocido maragato. O sea, que como para seguirles la corriente…

De todos modos, lo que estaba claro es que había que leer a Sun Tzu para descubrir por uno mismo si su obra valía lo que decían que valía. Y a ello me puse. Y lo que me encontré es con una lectura asequible, siempre y cuando uno esté dispuesto a leer en clave de metáfora y no le moleste que al pan a veces no se le llame pan, ni que en ocasiones al vino no se le defina como vino. Y, aparte de su rotunda sencillez estilística, de su irreductible minimalismo, uno recibe con perplejidad el frescor de unas enseñanzas para las que 2.600 años no parecen haber sido nada. De verdad que tengo la sensación de que el hombre del siglo XXI juega a ser Sun Tzu. Con este general uno descubre que la palabra que mejor define ese arte de la guerra es la palabra engaño: “Todo el arte de la guerra está basado en el engaño” (I, 17). En contra de lo que los legos en materia castrense podríamos pensar (¡qué gran daño nos ha hecho el cine bélico e histórico, sobre todo el de Hollywood y más recientemente, qué cosa, las superproducciones chinas que tienen más de videojuegos que de películas!), en la antigüedad no se ganaban las guerras “a lo burro”, cortando a tutiplén cabezas y otros órganos, vitales o no, aunque por supuesto también hubiera mucho de eso. Pues no, resulta que la guerra era ante todo el arte de hacerle creer al enemigo que en tus filas tenías mil soldados aunque en realidad solo contaras con cuatro gatos lisiados, o llevarle a pensar que te retirabas cuando en realidad estabas iniciando un ataque frontal… Pues eso: vigencia absoluta. ¿Acaso no es eso a lo que juegan los políticos de hoy, que no se sabe si van o vienen, si tienen los ojos en la cara o en el culo? Y de verdad que lo hacen muy bien: me inclino ante los molt honorables de toda etnia y nacionalidad que se ocultan bajo esa opaca costra de incierta honorabilidad para mientras ir metiéndose unos cuantos milloncejos del erario público en sus cuentas privadas de Suiza, Andorra o la Jauja Fiscal que tengan más a mano. Se suele decir que El príncipe de Maquiavelo es el libro de cabecera de todo político, y no lo dudo, pero apuesto lo que sea a que tampoco hay político contemporáneo que no le haga a Maquiavelo compartir estantería con Sun Tzu. Desde luego, hay un consejo del general chino que todo político sigue a pies juntillas: “Tu meta es tomar intacto todo lo que hay bajo el cielo” (III, 11). Y si se lo permitimos, sin duda que van a cumplir a rajatabla este precepto: todo lo toman y lo gozan.

Eso sí, también se ve que, como suele ser menester, nuestra podredumbre política escoge de sus lecturas lo que les sale de sus continentes testiculares u ovulares, y desestima lo que les desfavorece. No es nada que haya de extrañarnos: en España lo hacen a diario con la Constitución de 1978, cuando se pasan por el forro esos artículos (no recuerdo los números, pero para eso está la Wikipedia) que hablan del derecho al trabajo y a la vivienda, pero consideran incuestionables los títulos y artículos que hablan de la Corona o de la indivisibilidad de España. Así, en consonancia con esa forma de ver las cosas y de actuar, no es de extrañar que presten toda la atención del mundo a aquellos pasajes de El arte de la guerra que versan sobre el arte de engañar y de tomar posesión de aquello que en principio no es de uno, pero que por otra parte descuiden su lectura en el momento en que Sun Tzu se pone a describir las cualidades que ha de tener un buen líder y cómo ha de conseguir el respeto de sus subordinados, como por ejemplo cuando nos dice que “si se castiga a las tropas antes de haber conseguido su fidelidad, serán desobedientes” (IX, 47). Dicho en clave de lo que nos toca vivir: ponte a recortar derechos y servicios públicos, y verás cómo en las próximas elecciones no te vota ni tu tía. Pero no, se ve que el capítulo IX de El arte de la guerra, rico en consejos destinados a ser un buen jefe, no se lo han leído: una pena.


Ustedes no hagan lo mismo que nuestros políticos y léanlo bien y de cabo a rabo. Una edificante lectura, sin duda, de esas para leer con el lápiz en la mano y no parar de subrayar.

miércoles, 14 de enero de 2015

"Abril quebrado", de Ismail Kadaré


Recientemente escribí sobre los masivamente aclamados aspirantes a premios Nobel que no se lo merecen, y hoy toca hablar de aspirantes al premio Nobel que perecerán en el intento porque parecen vivir en el olvido de todos. O de casi todos. Tal me parece el caso de Ismail Kadaré, un autor de quien no parecen acordarse ni los miembros de la Academia Sueca, que año tras año le niegan el “nobélico” galardón; ni los lectores, que no se animan a apostar por él en esas quinielas que todos los años se hacen para tratar de pronosticar el fallo de los académicos de Estocolmo.

Por lo que a mí respecta, y desde mi más humilde posición de bloguero de mierda que trata de mantener este blog de mierda, poco puedo hacer para darle un empujoncito hacia el Nobel a quien creo que se lo merece. Pero lo que está claro es que, por poco que sea, no me voy a privar de hacerlo. Y en el caso de Kadaré, además, no va a ser la primera vez que lo haga, así que periódicamente voy a tratar de rescatar en esta bitácora algunos de sus ya clásicos e imprescindibles trabajos. El primero fue El palacio de los sueños, novela de frontera entre el género histórico y el de la ciencia-ficción por su original e inquietante temática, y a la que muchos consideran la obra maestra del autor albanés. Y hoy le toca salir a la palestra bloguera a Abril quebrado, una novela de corte mucho más realista y crudo, pero que, quizá por ese motivo, sigue siendo la obra de Kadaré que con mayor firmeza permanece en mi memoria y con la que ahora he vuelto a estremecerme en una relectura.

Abril quebrado tiene el morbo que suelen tener esas novelas con desenlace conocido ya desde la exposición inicial; de esas en las que desde las primeras páginas sabes lo que va a pasar al final del libro, pero en las que el autor te castiga con la inmensa duda (y en eso estriba su encanto) de no saber de qué manera se va a producir esa conclusión ya publicitada. Estamos ante la crónica de una muerte anunciada escrita originalmente en 1978 y publicada en 1980, o sea, un poquito antes de una de las más conocidas de esas crónicas de muertes anunciadas: la de Gabriel García Márquez. Abril quebrado nos traslada a la Albania presocialista, rural y profunda, en un momento en el que regía una ley no escrita y conocida como kanun, en la que se reglamentaba el sistema para ejercer la venganza entre familias enemistadas. Por contarlo de un modo resumido y didáctico, digamos que, si alguien mataba a alguien, la familia del asesinado tenía derecho a vengar la muerte de su pariente, pero a su vez, la familia del primer agresor se convertía en familia agraviada al perder a uno de sus miembros, que a lo mejor no era el asesino de la primera víctima. Y para regular la forma de ejercer esa especie de “ojo por ojo y diente por diente” estaba el kanun, que establecía unas normas que todo el mundo acataba en el interior de Albania.

Así, Gjorg Berisha, el protagonista de la novela, se cobra la vida de alguien cumpliendo religiosamente el mandato del kanun. La víctima pertenecía a una familia con la que la suya llevaba ya siete décadas intercambiando derramamientos de sangre. A partir de ese momento, Gjorg dispone de treinta días de besa (término con el que el kanun denominaba a una ley o sentencia), y pasados esos treinta días, él podrá ser víctima de la venganza a la que desde ese momento tendrá derecho la otra familia: “Le quedaban aún treinta días de vida a salvo de peligro alguno. Después todo su ser quedaría envuelto por el acecho de la muerte. […] Después vendría el vagar del murciélago, con el que él ya no contaba siquiera.”

Horroriza pensar que esto del kanun no es una genialidad que haya surgido de la imaginación de Kadaré, sino que es uno de esos sinsentidos perfectamente asentados en la realidad y que toda sociedad ha sabido generar en su seno y mantenerlo a lo largo de los siglos, y hasta defenderlo como uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta dicho grupo humano. Y los hechos le llevan a Gjorg a sufrir las consecuencias más negativas de esa práctica, e ingresa en una cuenta atrás de angustia vital en la que su existencia sucumbe a una funesta ambigüedad de muerto viviente.

Y en ese sombrío panorama de espiral inagotable de asesinatos aparece Besian Vorpsi, una suerte de escritor y señorito de ciudad a quien no se le ocurre otra cosa que irse a la montaña albanesa con su mujer para hacer allí su luna de miel. Le interesa la práctica del kanun y allá va a conocerla. Lo que no se imaginaba este iluso es que quien juega con fuego se suele quemar, y que entre la trágica situación de Gjorg y el viaje lúdico-científico de Besian no había ningún tipo de material aislante.

Literatura de la buena, con acción y emoción, pero también con hondas reflexiones sobre lo absurdas que pueden resultar en muchas ocasiones las prácticas que lleva a cabo el género humano y lo difícil, cuando no imposible, que le puede resultar al individuo tratar de evadirse de ellas. En definitiva, un sincero, a la par que angustioso y descorazonador canto al “no somos nadie”, aunque (y he aquí las buenas noticias) en un texto de los que encandila y atrapa al lector.