viernes, 23 de enero de 2015

"El arte de la guerra", de Sun Tzu


Conozco esta obra desde que era adolescente e iba al instituto. Al menos en Madrid, que era donde yo vivía en aquellos años ochenta, rara era la biblioteca popular donde no hubiera como poco un ejemplar de este título. Pese a todo, nunca me llamó la atención. Este libro jamás se encontró en mi lista de textos pendientes de ser leídos. La verdad sea dicha, un libro de hace 2.600 años, en el que un general chino muy taimado y curtido en mil batallas se dedicaba a contarnos sus truquillos para superar al enemigo, no entraba dentro de mis planes de lectura, más que nada porque lo castrense no hacía maridaje (os robo la palabreja, Ferran Adrià y compañía) con mis aspiraciones vitales: lo de tener que cuadrarme no me cuadraba.

Lo que tampoco cabía en mi imaginación por aquel entonces es que los consejos del general Sun Tzu podían llegar a ofrecer innumerables lecturas y aplicaciones paralelas 26 siglos después de su época. Tuvo que ser un autor de nuestro tiempo, mi apreciado Lorenzo Silva, quien me demostrara en La estrategia del agua, una de sus más logradas novelas negras protagonizadas por el tándem picoleto Bevilacqua-Chamorro, que en El arte de la guerra había mucha más cera que la que aparentemente ardía bajo tan escueto título. Por aquel entonces, al leer la novela de Silva, yo ya sabía que incluso muchos ejecutivos occidentales contemplaban la obra de Sun Tzu como una sustanciosa fuente de técnicas para triunfar en los mercados y derrotar o anular a sus “enemigos” del campo empresarial, aunque no me fiaba demasiado de esta fervorosa devoción por Sun Tzu en el universo “yupi”, porque todos sabemos que a la tribu de los engominados (o lo que ahora esté de moda en materia de peluquería VIP, que en ese sentido yo me quedé en la era de Mario Conde, ex presidente de Banesto y actual presidiario) que mueven los hilos de las grandes firmas les suele dar por las más insospechadas aficiones, muchas veces por pura frivolidad y esnobismo, sin ninguna razón en concreto y mostrándose altamente veleidosos en sus inclinaciones, de tal modo que hoy pueden declararse devotos lectores de El arte de la guerra del mismo modo que mañana podrían mostrarse acérrimos defensores de la meditación zen, o del vuelo sin motor, o de las sagas islandesas, o del coleccionismo de mariposas, o del cocido maragato. O sea, que como para seguirles la corriente…

De todos modos, lo que estaba claro es que había que leer a Sun Tzu para descubrir por uno mismo si su obra valía lo que decían que valía. Y a ello me puse. Y lo que me encontré es con una lectura asequible, siempre y cuando uno esté dispuesto a leer en clave de metáfora y no le moleste que al pan a veces no se le llame pan, ni que en ocasiones al vino no se le defina como vino. Y, aparte de su rotunda sencillez estilística, de su irreductible minimalismo, uno recibe con perplejidad el frescor de unas enseñanzas para las que 2.600 años no parecen haber sido nada. De verdad que tengo la sensación de que el hombre del siglo XXI juega a ser Sun Tzu. Con este general uno descubre que la palabra que mejor define ese arte de la guerra es la palabra engaño: “Todo el arte de la guerra está basado en el engaño” (I, 17). En contra de lo que los legos en materia castrense podríamos pensar (¡qué gran daño nos ha hecho el cine bélico e histórico, sobre todo el de Hollywood y más recientemente, qué cosa, las superproducciones chinas que tienen más de videojuegos que de películas!), en la antigüedad no se ganaban las guerras “a lo burro”, cortando a tutiplén cabezas y otros órganos, vitales o no, aunque por supuesto también hubiera mucho de eso. Pues no, resulta que la guerra era ante todo el arte de hacerle creer al enemigo que en tus filas tenías mil soldados aunque en realidad solo contaras con cuatro gatos lisiados, o llevarle a pensar que te retirabas cuando en realidad estabas iniciando un ataque frontal… Pues eso: vigencia absoluta. ¿Acaso no es eso a lo que juegan los políticos de hoy, que no se sabe si van o vienen, si tienen los ojos en la cara o en el culo? Y de verdad que lo hacen muy bien: me inclino ante los molt honorables de toda etnia y nacionalidad que se ocultan bajo esa opaca costra de incierta honorabilidad para mientras ir metiéndose unos cuantos milloncejos del erario público en sus cuentas privadas de Suiza, Andorra o la Jauja Fiscal que tengan más a mano. Se suele decir que El príncipe de Maquiavelo es el libro de cabecera de todo político, y no lo dudo, pero apuesto lo que sea a que tampoco hay político contemporáneo que no le haga a Maquiavelo compartir estantería con Sun Tzu. Desde luego, hay un consejo del general chino que todo político sigue a pies juntillas: “Tu meta es tomar intacto todo lo que hay bajo el cielo” (III, 11). Y si se lo permitimos, sin duda que van a cumplir a rajatabla este precepto: todo lo toman y lo gozan.

Eso sí, también se ve que, como suele ser menester, nuestra podredumbre política escoge de sus lecturas lo que les sale de sus continentes testiculares u ovulares, y desestima lo que les desfavorece. No es nada que haya de extrañarnos: en España lo hacen a diario con la Constitución de 1978, cuando se pasan por el forro esos artículos (no recuerdo los números, pero para eso está la Wikipedia) que hablan del derecho al trabajo y a la vivienda, pero consideran incuestionables los títulos y artículos que hablan de la Corona o de la indivisibilidad de España. Así, en consonancia con esa forma de ver las cosas y de actuar, no es de extrañar que presten toda la atención del mundo a aquellos pasajes de El arte de la guerra que versan sobre el arte de engañar y de tomar posesión de aquello que en principio no es de uno, pero que por otra parte descuiden su lectura en el momento en que Sun Tzu se pone a describir las cualidades que ha de tener un buen líder y cómo ha de conseguir el respeto de sus subordinados, como por ejemplo cuando nos dice que “si se castiga a las tropas antes de haber conseguido su fidelidad, serán desobedientes” (IX, 47). Dicho en clave de lo que nos toca vivir: ponte a recortar derechos y servicios públicos, y verás cómo en las próximas elecciones no te vota ni tu tía. Pero no, se ve que el capítulo IX de El arte de la guerra, rico en consejos destinados a ser un buen jefe, no se lo han leído: una pena.


Ustedes no hagan lo mismo que nuestros políticos y léanlo bien y de cabo a rabo. Una edificante lectura, sin duda, de esas para leer con el lápiz en la mano y no parar de subrayar.

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