A mí, cuando un autor al que frecuento suele salirse de lo que es su
línea literaria habitual, la reacción que me provoca por lo general es grata,
porque lejos de decepcionarme por no ofrecerme un poco más de lo mismo (que
sería lo deseable para un fan, pero no para un lector), me asombro ante la
versatilidad de quien ya se ha ganado mi admiración y su desbordante capacidad
para darle una vuelta más a la tuerca de su creatividad, a su repertorio
temático y a su universo literario.
Así me he sentido yo al leer El
cuento de un hombre ciego (1931), de Junichirô Tanizaki (1886-1965). Es
posible que para muchos de los lectores que frecuentan la obra de este escritor,
pueda resultar algo sospechoso (“¿Pero de verdad esto es de Tanizaki?”) que en
ciento veintitantas páginas de novela corta, Tanizaki no haga ni la más mínima
concesión a ninguno de sus temas capitales, como son el de la mujer dominante o
el fetichismo de pies u otras curiosas filias. Cierto es que, como bien
advierte la contraportada de la edición que manejo (primera edición, de 2010,
de la colección Libros del Tiempo de Ediciones Siruela: como es norma en ellos,
se trata de una edición cuidada y elegante, se diría aristocrática, de esas que
pueden impulsar al lector a caer en otro tipo de fetichismo, que es el de los
libros en papel hechos con más amor a los libros en sí que a los beneficios
económicos que estos puedan reportar), se aborda la cuestión de la devoción
ciega, tema que Tanizaki borda poco tiempo después con la publicación de Retrato de Shunkin (1933), pero lo borda
precisamente por entroncarlo por aquella relación de dominio-sumisión que se
establece entre la acomodada Shunkin y su fiel criado Sasuke, lo que ya
constituye un asunto plenamente tanizakiano: recordemos que Sasuke es capaz de
llegar a la automutilación para satisfacer a su señora, pero también como gesto
de amor... En El cuento de un hombre
ciego la cosa no llega tan lejos y la relación entre ama (la baronesa
Oichi) y criado (el masajista ciego que narra la historia años después de lo
sucedido) es mucho más prosaica. No parece que lo suyo llegue en algún momento
a ser amor, sino una simple relación entre la señora de una gran familia feudal
japonesa de finales del siglo XVI y el masajista que atendía las dolencias de aquella
mujer, cubierta por el halo de extrema fidelidad que envolvía todas las
relaciones humanas en aquella sociedad y durante aquellos años. Sería devoción
ciega la actitud que adopta nuestro (y valga la redundancia) invidente héroe,
pero tal devoción no entra dentro de la salvaje y radical excepcionalidad de Retrato de Shunkin, sino que entra en
algo mucho más ordinario como es la voluntad de servicio.
Ordinario, pero no ordinariez. Tanizaki se sale de lo que es habitual
en él, pero demuestra que cuando toca navegar por aguas menos frecuentadas, no
solo no pierde el norte, sino que incluso es capaz de fondear en los mejores
puertos. El resultado es una vibrante novela histórica como pocas he leído
sobre las cruentas guerras civiles que azotaron Japón a finales del siglo XVI e
inicios del siglo XVII, y hay publicadas unas cuantas sobre ese asunto. Se
observa un esfuerzo de Tanizaki por ofrecer al lector fidelidad ante los hechos
históricos, pero ello no es óbice para que la ficción, representada en la
novela mediante la figura del masajista ciego narrador y el universo de su
privacidad, conceda el punto de belleza estilística necesaria para enganchar al
lector y le imprima a la historia un punto de emotividad que convierten a este
trabajo de Tanizaki en uno de los más logrados de su carrera (al menos de lo
que llevo leído de su nutrida bibliografía). Yo creo que gustaría incluso a
quienes no han conseguido apreciar o valorar en su justa medida la obra de
Tanizaki: si yo fuera uno de ellos, me atrevería a leer esta novela, porque
merecería la pena.